¿QUÉ HAY QUE DECIRLES A LOS NIÑOS?

 

Amnesty Lecture, Oxford, 21 de febrero de 1997

Por Nicholas Humphrey

“Palos y piedras pueden romper mis huesos, pero las palabras nunca me harán daño”, dice el proverbio. Y puesto que, como la mayoría de los proverbios, éste encierra al menos una parte de verdad, es comprensible que Amnistía Internacional haya dedicado la mayor parte de su esfuerzo a proteger a la gente de la amenaza de los palos y las piedras, y no de las palabras. Preocuparse por las palabras debe haberse tomado como un lujo.

 

Pero el proverbio, como la mayoría de los proverbios, también es, en parte, manifiestamente falso. El hecho es que las palabras pueden hacer daño. Para empezar, pueden dañar a las personas indirectamente, incitando a otras a dañarlas: una cruzada predicada por un papa, la propaganda racista de los nazis, los chismes malévolos de un rival... Pueden dañar a las personas, de modo menos indirecto, incitándolas a realizar acciones en su perjuicio: las mentiras de un falso profeta, el chantaje de un matón, las lisonjas de un seductor... Y las palabras pueden hacer daño de forma directa también: el azote de una lengua maliciosa, el ingrato mensaje que trae un telegrama, la aviesa invectiva que hace al oyente suplicarle a su torturador que se calle ya.

 

A veces, las palabras pueden incluso matar en el acto. Hay un relato escrito por Christopher Cherniak sobre un “virus verbal” letal que apareció una noche en la pantalla de un ordenador. Adoptó la forma de un comecocos, un acertijo, tan paradójico que trastornaba fatalmente la mente de cualquiera que lo escuchara o leyera hasta hacerlo caer en coma irreversible. ¿Ficción? Sí, claro. Pero ficción con algunos correlatos horribles en el mundo real. Ha habido demasiados ejemplos históricos de cómo las palabras pueden adueñarse de la mente de alguien y destruir sus ganas de vivir. Piense, por ejemplo, en la llamada muerte vudú. El curandero sólo tiene que lanzar su mortal maldición sobre un hombre y la víctima se derrumba y muere en cuestión de horas. O, a una escala mayor y más terrible, piense en el suicidio en masa en Jonestown, en la Guyana, en 1972. Al líder de la secta, Jim Jones, le bastó con implantar ciertas ideas peregrinas en las cabezas de sus discípulos y a su señal novecientos de ellos bebieron voluntariamente cianuro.

 

¿Conque “las palabras nunca me harán daño”? Más bien podría ser que las palabras tengan un poder único para hacer daño. Y si hiciésemos un inventario de las causas de origen humano de nuestras desgracias, serían las palabras, no los palos y las piedras, las primeras de la lista. Hasta las armas de fuego y los explosivos podrían considerarse juguetitos en comparación. En su poema “Yo”, Vladimir Mayakovsky escribió: “Sobre el pavimento / de mi alma pisoteada / las suelas de los locos / dejaron como huella rudas y crueles palabras”.

 

¿Deberíamos extender la batalla de Amnistía a este frente también? ¿Deberíamos hacer campaña por el derecho de los seres humanos a estar protegidos de la opresión y la manipulación verbal? ¿Necesitamos “leyes sobre las palabras” del mismo modo que las sociedades civilizadas tienen leyes sobre las armas, con sus permisos sobre quién tiene derecho a usarlas y en qué circunstancias? ¿Debería haber un protocolo de Ginebra sobre qué tipos de actos de habla han de considerarse crímenes contra la humanidad?

 

No. La respuesta, estoy seguro, debería ser, en general, “no, ni pensarlo”. La libertad de expresión es demasiado valiosa como para andar trajinando con ella. Y, por muy dolorosas que a veces sean algunas de sus consecuencias para algunos, deberíamos, aún así y por principio, resistirnos a recortarla. Claro está que deberíamos mantener a raya el daño que causan las palabras de otros, pero no a base de censurarlas como tales.

 

Y, puesto que estoy tan seguro de esto, en general, y puesto que pienso que la mayoría de Uds. también lo está, probablemente les chocará que diga que el propósito de mi charla de hoy es argüir justo lo contrario en un terreno particular. Argüir, en definitiva, en favor de la censura, en contra de la libertad de expresión, y hacerlo, además, en un terreno de la vida que tradicionalmente se ha considerado sacrosanto.

 

Me refiero a la educación moral y religiosa. Y especialmente a la educación que el niño recibe en casa, donde se permite a –e incluso se espera de– los padres que determinen para sus hijos qué cuenta como verdad y qué como falsedad, qué como correcto y qué como incorrecto.

 

Argüiré que los niños tienen un derecho humano a que sus mentes no queden lisiadas por exposición a las malas ideas de otros, sean quienes sean esos otros. En consecuencia, los padres no tienen el beneplácito divino para inculturar a sus hijos de cualquier modo que personalmente elijan: no tienen derecho a limitar los horizontes del conocimiento de sus hijos, a criarlos en una atmósfera de dogma y superstición, ni a empeñarse en que se atengan a las rectas y estrechas sendas de su fe particular.

 

En una palabra: los niños tienen derecho a que no les aturrullen sus mentes con sandeces. Y nosotros, como sociedad, tenemos el deber de protegerlos de tal cosa. Así que, a los padres deberíamos permitirles instruir a sus hijos para que crean, por ejemplo, en la verdad literal de la Biblia, o en que los planetas rigen sus vidas, no más de lo que deberíamos permitirles dejarlos sin dientes a golpes o encerrarlos en una celda.

 

Éste es el lado en negativo de lo que quiero decir. Pero también hay un lado en positivo. Si los niños tienen derecho a ser protegidos de las malas ideas, también tienen derecho a que la verdad les asista. Y nosotros, como sociedad, tenemos el deber de proveerla. Por tanto, deberíamos sentirnos tan obligados a pasarles a nuestros hijos la mejor comprensión científica y filosófica del mundo natural (enseñarles, por ejemplo, las verdades de la evolución y la cosmología, o los métodos del análisis racional) como ya nos sentimos obligados a proveerles de alimento y cobijo.

 

No supongo que recelen Uds. de mis buenas intenciones aquí. Pero aún así, soy consciente de que en la audiencia puede haber muchos, especialmente entre los más liberales de Uds., a los que no les guste nada de nada cómo suena todo esto: ni el lado en negativo ni, aún menos, el lado en positivo.

 

En cuyo caso, entre las buenas preguntas que probablemente tengan para mí estén éstas.

 

Primero: ¿qué es todo eso de “verdades” y “mentiras”? ¿Cómo puede alguien estos días tener la cara de argüir que la moderna visión científica del mundo es la única verdadera que hay? ¿No nos han enseñado posmodernistas y relativistas que, más o menos, cualquier cosa puede ser verdadera a su manera? ¿Qué posible justificación podríamos tener, entonces, para atrevernos a proteger a los niños de un conjunto de ideas o a guiarlos hacia otro, si al final todos esos conjuntos son igualmente válidos?

 

Segundo: incluso suponiendo que en algún plúmbeo sentido la visión científica sea realmente “más verdad” que algunas otras, ¿quién puede decir que esa visión más verdadera del mundo es la mejor? Y, en cualquier caso, ¿la mejor para todo el mundo? ¿No es posible (o, de hecho, probable) que ciertos individuos, dado quienes son y su particular situación vital, vayan mejor servidos por una de las visiones del mundo no-tan-verdaderas? ¿Qué justificación tendría empeñarse en enseñar a los niños a pensar a la moderna usanza cuando, en la práctica, a ellos el modo de pensar más tradicional podría, de hecho, irles de perillas?

 

Tercero: en el improbable caso, incluso, de que casi todos estén, de hecho, más felices y mejor si se les educa con la moderna visión científica, ¿de verdad queremos, como comunidad global, que todo el mundo, en todas partes, piense del mismo modo, que todos vivan en un deprimente monocultivo científico? ¿No queremos pluralismo y diversidad cultural? ¿Cientos de flores abriéndose y cientos de escuelas de pensamiento rivalizando?

Y ya, por último, ¿por qué –cuando toque– debería darse tanta mayor importancia a los derechos de los niños que a los de otras personas? Todo el mundo admitiría, por supuesto, que los niños son relativamente inocentes y relativamente vulnerables, por lo que pueden necesitar más protección que sus mayores. No obstante, ¿por qué se habría de dar prioridad a sus especiales derechos en este sentido por encima de los derechos de cualquier otro en otros sentidos? ¿Acaso no tienen los padres sus propios derechos también, sus derechos como padres? ¿El más evidente de todos, su derecho a ser padres o, literalmente, a traer al mundo y preparar a sus hijos para el futuro tal y como ellos estimen conveniente?

 

 

 

¿Buenas preguntas? Algunos de Uds. hasta dirán que imbatibles, y preguntas a las que alguien abierto de miras y progresista solo podría dar una misma respuesta.

 

De acuerdo, se trata de preguntas atinadas que debería atender. Pero no creo de ningún modo que resulte tan obvio cuáles son las respuestas. Especialmente, para un liberal. De hecho, si cambiásemos, y no mucho, el contexto, la mayoría de los instintos liberales de la gente, tomarían, estoy seguro, otro rumbo.

 

Supongamos que no hablamos de las mentes de los niños, sino de sus cuerpos. Suponga que no se trata de quién debería controlar el desarrollo intelectual del niño, sino de quién debería controlar el desarrollo de sus manos o pies..., o de sus genitales. Supongamos, de hecho, que el tema de esta charla es la circuncisión femenina. Y el tema no es ya si alguien debería tener permiso para denegarle a una niña información sobre Darwin, sino si alguien debería tener permiso a denegarle los usos de su clítoris.

 

Mantengo aquí y ahora que una chica tiene derecho a que la dejen intacta, que los padres no tienen derecho a mutilar a sus hijas para cumplir con sus propios planes socio-sexuales, y que nosotros, como sociedad, deberíamos evitarlo. Lo que es más, y para presentar el caso en positivo también, que debería animarse a cada chica a encontrar el mejor modo de usar, en provecho propio, el cuerpo intacto con el que nació.

 

¿Me seguirían haciendo aquellas buenas preguntas? ¿Y seguirían estando tan claras las respuestas liberales? Nos brindará una lección –aunque acaso desagradable–escuchar tan solo cómo suenan las preguntas.

 

Primero: ¿qué es todo eso de “intactidad” y “mutilación”? ¿No nos han enseñado los relativistas antropológicos que la idea de que haya algo como la “absoluta intactidad” es ilusoria, y que sin sus clítoris las chicas, en cierto modo, están igual de intactas?

 

En todo caso, incluso si las chicas no circuncidadas son, en algún plúmbeo sentido “más intactas”, ¿quién puede decir que la intactidad es una virtud? ¿No es posible que algunas chicas, por sus circunstancias de vida, vivan, de hecho, mejor no-tan- intactas? ¿Qué pasa si los hombres de su cultura no se casarían nunca con mujeres intactas?

 

Además, ¿quién quiere vivir en un mundo donde todas las mujeres tienen genitales estándares? Para conservar el rico tapiz de la cultura humana, ¿no es esencial que haya al menos unos cuantos grupos donde aún se practique la circuncisión? ¿Acaso no enriquece indirectamente la vida de todos nosotros saber que a algunas mujeres, en algún lugar, se les ha quitado su clítoris?

 

De cualquier modo, ¿por qué habríamos de preocuparnos solo por los derechos de las chicas? ¿Acaso no hay también más gente con derechos en relación con la circuncisión? ¿Qué pasa con los derechos de los propios circuncidadores, con sus derechos como circuncidadores? ¿O los derechos de las madres a hacer lo que mejor estimen, tal y como en su día se hizo con ellas?

 

 

 

Convendrán conmigo, espero, en que las respuestas son ahora muy otras. Pero es posible que algunos de Uds. ya estén pensando que esto no es jugar limpio. Sean cuales sean las similitudes superficiales entre hacerle algo al cuerpo de un niño y hacerle algo a su mente, también hay varias diferencias obvias e importantes. Una razón es que los efectos de la circuncisión son definitivos e irreversibles, mientras que los efectos de hasta el más restrictivo de los regímenes educativos quizá puedan deshacerse luego.Otra es que la circuncisión implica quitar algo que ya es parte del cuerpo y, naturalmente, no se tendrá, mientras que la educación implica añadir selectivamente a la mente nuevas cosas que, de otro modo, jamás habrían estado ahí. Ser privado de los placeres de la sensación corporal es una afrenta al nivel más personal, pero ser privado de una manera de pensar tal vez no suponga una gran pérdida personal.

 

Así que, podrían Uds. decir, la analogía es demasiado grosera como para sacar algo de ella. Y todavía hay que abordar y contestar como corresponde las preguntas iniciales sobre los derechos a controlar la educación del niño.

 

Muy bien. Intentaré contestarlas sin más y veremos si la analogía con la circuncisión es legítima o no. Pero puede haber otra objeción a lo que pretendo y debería tratarla antes. Y es que podría argüirse, supongo, que no merece la pena preocuparse por todo ese asunto de los derechos intelectuales, puesto que solo unos pocos niños del mundo están, de hecho, en riesgo de recibir daños por una u otra forma gravemente engañosa de educación, y aquéllos que lo están están, la mayoría, muy lejos y fuera de nuestro alcance.

 

 

 

Ahora que digo esto, no obstante, me pregunto quién puede sostener eso en serio. Echen un vistazo a su alrededor, por aquí cerca. Nosotros mismos vivimos en una sociedad en la que la mayoría de los adultos –no solo unos pocos lunáticos, sino la mayoría de los adultos– defienden toda una gama de creencias extrañas y absurdas que, de un modo u otro, imponen descaradamente a sus hijos.

 

En los Estados Unidos, por ejemplo (los tomo como ejemplo porque es donde resido actualmente), a veces parece que casi todo el mundo o es un fundamentalista religioso o un místico New Age, o ambas cosas. E incluso aquéllos que no lo son rara vez se atreverán a admitirlo. Los sondeos de opinión confirman, por ejemplo, que todo un 98% de la población estadounidense dicen creer en Dios, que un 70% cree en la vida después de la muerte, que un 50% cree en que hay gente con poderes psíquicos, que un 30% cree que sus vidas están directamente influidas por la posición de las estrellas (y un 70% siguen sus horóscopos, de todos modos, por si acaso), y que un 20% cree estar en riesgo de ser abducidos por alienígenas.

 

El problema –quiero decir, el problema para la educación de los niños– no es que haya tantos adultos que positivamente crean en cosas en flagrante contradicción con la moderna visión científica del mundo, sino que haya tantos que no crean en cosas que son absolutamente fundamentales en esa visión científica. Un sondeo publicado el año pasado reveló que la mitad de los estadounidenses no sabe, por ejemplo, que la Tierra gira alrededor del Sol una vez al año. Menos de uno de cada diez sabe lo que es una molécula. Más de la mitad no acepta que los seres humanos han evolucionado a partir de antepasados animales; y menos de uno de cada diez cree que la evolución –si es que se ha dado– pueda tener lugar sin algún tipo de intervención divina. La gente no solo no conoce los resultados de la ciencia: es que ni siquiera conoce qué es la ciencia. Cuando se les preguntó qué creen que es lo que distingue al método científico, solo un 2% se percató de que supone poner a prueba las teorías, un 34% sabía vagamente que tenía algo que ver con experimentos y mediciones, pero el 66% no tenía ni idea.

 

Por preocupantes que sean estas cifras, tampoco ofrecen una imagen completa de a lo que se tienen que enfrentar los niños. Nos muestran las creencias de la gente común y, por ende, el entorno creencial del niño promedio. Pero hay pequeñas, pero importantes comunidades aquí justo a nuestro lado –y quiero decir, literalmente, justo aquí al lado, en Nueva York, o Londres u Oxford– de las que puede justificadamente decirse que la situación es mucho peor: comunidades en las que no solo la superstición y la ignorancia están más firmemente afianzadas, sino que van de la mano con la imposición de regímenes represivos de conducta social e interpersonal respecto a la higiene, la dieta, la ropa, el sexo, los roles de género, los acuerdos matrimoniales, etc. Estoy pensando, por ejemplo en los cristianos Amish, los judíos jasídicos, los Testigos de Jehová, los musulmanes ortodoxos... o, ya puestos, los New Agers radicales..., todos ellos, sin duda, muy diferentes unos de otros, todos con sus particulares manías y neurosis, pero iguales en servirles una celda intelectual y cultural a cuantos viven entre ellos.

 

 

 

Puede que, en teoría, los niños necesiten no sufrir. Tal vez los adultos podrían guardarse sus creencias para sí y no acometer acción alguna para transmitirlas. Pero eso es poco probable, estoy seguro. Esta clase de autocontención simplemente no es propia de una normal relación padre-hijo. Si una madre, por ejemplo, de verdad cree que comer cerdo es un pecado, o que la mejor cura para la depresión es ponerse un cristal junto a su cabeza, o que después de morir se reencarnará en una mangosta, o que los capricornio y los aries se llevan siempre mal, es poco probable que sea capaz mantener a su prole al margen de tales asuntos.

 

Pero, lo que es más importante, tal y como Richard Dawkins ha explicado tan bien, esta clase de autocontención no es propia de los sistemas creenciales con éxito. Los sistemas creenciales florecen o mueren en general en función de lo buenos que son en cuanto a reproducción y competición. Cuanto mejor sea un sistema creando copias de sí mismo y cuanto mejor mantenga a raya a otros sistemas creenciales, tanto mas probable será que evolucione y triunfe. Así que es de esperar que sea característico de los sistemas creenciales con éxito (sobre todo de aquellos que sobreviven cuando todo lo demás parece estar en su contra) que sus devotos estén obsesionados con la educación y con la disciplina, e insistan en la rectitud de sus propios usos y denigren o eviten el acceso a los demás. Es de esperar, además, que se concentren particularmente en los niños en el hogar, mientras están aún disponibles y son impresionables y vulnerables. Y es que, como hiciera notar con tino el maestro jesuita, “Si dejan en mis manos la enseñanza de los niños hasta los siete años más o menos, no me importa quién los tenga después: son míos mientras vivan.

 

Donald Kraybill, un antropólogo que hizo un detallado estudio de una comunidad Amish en Pensilvania, dispuso de un excelente emplazamiento para observar cómo funciona esto en la práctica. “Los grupos amenazados de extinción cultural”, escribe, “deben adoctrinar a su progenie si desean preservar su legado único. La socialización de los más pequeños es una de las formas más potentes de control social. A medida que los valores culturales se deslizan dentro de la mente infantil se convierten en valores personales, incrustados en la conciencia y gobernados por las emociones... Los Amish sostienen que la Biblia encarga a los padres formar a sus hijos en materia religiosa y en el modo de vida Amish... Una guardería étnica, atendida por los miembros de la gran familia y de la iglesia, da forma a la visión Amish del mundo en la mente del niño desde los más tempranos momentos de la conciencia”.

 

Pero lo que está describiendo no es, desde luego, exclusivo de los Amish. “Una guardería étnica, atendida por los miembros de la gran familia y de la iglesia...” podría ser una descripción igual de apropiada para el primer entorno de un católico de Belfast, un sij de Birmingham, un judío jasídico de Brooklyn, o incluso para el hijo de un profesor universitario de Oxford Norte. Todas las sectas que se toman en serio su propia supervivencia se empeñan cuanto pueden por inundar la mente del niño con su propia propaganda y por denegar el acceso del niño a cualquier punto de vista alternativo.

 

 

 

En los Estados Unidos este tipo de educación restringida ha recibido una y otra vez las bendiciones de la ley. Los padres tienen derecho legal, si así lo desean, a educar a sus hijos enteramente en casa, y casi un millón de familias así lo hacen. Pero muchas más que quieren limitar lo que sus hijos aprenden pueden optar por miles de escuelas sectarias con permiso para operar y sujetas tan solo a una mínima supervisión estatal. Hace poco un tribunal estadounidense insistía en que los profesores de una escuela baptista debían poseer al menos licencia docente; pero reconocía, a la vez, que “todo el propósito de dicha escuela era promover el desarrollo de la mente de los niños en un ambiente religioso” y, por tanto, que debía permitirse a la escuela enseñar todas las materias “a su manera”, lo que quería decir, como así sucedía, a presentar todas las materias solo desde el punto de vista bíblico, y a exigir que todos los profesores, supervisores y auxiliares, estuviesen de acuerdo con la postura doctrinal de la iglesia.

 

Los padres, no obstante, apenas si necesitan del respaldo de la ley para obtener tan funesta hegemonía sobre la mente de sus hijos. Y es que, por desgracia, hay muchos modos de aislar a los niños de las influencias externas sin sacarlos físicamente de clase o controlar lo que allí oyen. Vistan a un muchacho con el uniforme de los Hasidim, ricen sus aladares, sométanlo a extraños tabús dietarios, háganle pasar un fin de semana leyendo la Torá, díganle que los gentiles son sucios, y podrán mandarlo a cualquier escuela del mundo, que seguirá siendo un niño hasidim. Y lo mismo cabe decir (con un leve cambio de términos) de un niño de musulmanes o de católicos romanos, o de seguidores de Maharishi Yogui.

 

Y lo que es más preocupante aún: los propios niños pueden ser a menudo inconscientes colaboradores de este juego de aislamiento. Y es que los niños aprenden muy pronto quiénes son, qué les está permitido y dónde no deben ir, ni siquiera con el pensamiento. John Schumaker, un psicólogo australiano, ha descrito sus años mozos de católico: “Creía sin reservas que ardería en el fuego eterno si comía carne en viernes. Ahora oigo que la gente ya no va a arder eternamente por comer carne los viernes. Sin embargo, no puedo evitar acordarme de todos aquellos sábados en los que corría a confesar el sándwich de mortadela y ketchup al que no me había podido resistir el día anterior. Normalmente, esperaba no morirme antes de llegar a la confesión de las 3 de la tarde”.

 

 

 

No obstante..., este muchacho católico en concreto escapó y vivió para contarlo. De hecho Schumaker se hizo ateo, y ha acabado haciendo de su ateísmo algo parecido a una profesión. No es el único tampoco, claro. Hay montones de ejemplos, conocidos por todos, de hombres y mujeres que, de niños, fueron presionados para convertirse en jóvenes miembros de una secta, cristiana, judía, musulmana, marxista, y que, sin embargo, acabaron del otro lado, como pensadores libres y, según parece, sin desperfecto tras la experiencia.

 

Entonces, después de todo, tal vez esté siendo demasiado alarmista acerca de todo lo que esto supone. No hay duda de que los riesgos son bien reales. Todos vivimos (incluso en nuestras avanzadas y democráticas naciones occidentales) en un ambiente de opresión espiritual, donde muchos niños pequeños (los de nuestros vecinos, si no ya los nuestros) cada día están expuestos a los intentos de los adultos para hacerse con sus mentes. No obstante, quizá quieran Uds. señalar que hay una gran diferencia entre lo que los adultos quieren y lo que sucede realmente. Vale, los niños a menudo cargan con las sandeces de los adultos. Pero, ¿y qué? Tal vez sea algo con lo que el niño debe apechugar hasta que pueda abandonar la casa y su aprendizaje sea mejor. En cuyo caso, yo tendría que admitir que el asunto no es, desde luego, tan grave como lo he pintado. Después de todo, seguro que hay montones de cosas que se les hace a los niños, sin intención o a propósito, y que, aunque no sean tal vez las mejores para el niño en ese momento, no dejan secuelas permanentes.

 

 

 

Mi respuesta sería: sí y no. Sí, es verdad que no deberíamos caer en el error de asumir, como en una era anterior de la psicología, que los valores y creencias de la gente están determinados, de una vez y para siempre, por todo aquello que, de niños, aprenden (o no aprenden). Los primeros años de vida, aunque sin duda formativos, no son necesariamente el “periodo crítico” que una vez se creyó. La mayoría de los psicólogos ya no cree que los niños “quedan grabados” con las primeras ideas que se encuentran, y que luego rehúyen seguir otras. En la mayoría de los casos, parece más bien que los individuos pueden permanecer y permanecen abiertos a nuevas oportunidades de aprender más adelante en la vida, y, si es necesario, son capaces de recuperar una parte impresionante de lo perdido en aquellos temas de los que se les privó o se les apartó.

 

Sí, de acuerdo, no deberíamos ser demasiado alarmistas (o demasiado remilgados) respecto a los efectos del aprendizaje temprano. Pero, no, tampoco deberíamos ser demasiado confiados, desde luego, a ese respecto. Cierto, puede que no sea tan difícil para alguien desaprender o remozar su conocimiento fáctico más tarde en la vida: el que alguna vez creyó que la Tierra era plana, por ejemplo, puede, expuesto a la abrumadora evidencia en sentido contrario, avenirse a regañadientes a aceptar que la Tierra es redonda. No obstante, a menudo le costará mucho más desaprender procedimientos establecidos o hábitos de pensamiento: el que se haya acostumbrado, por ejemplo, a confiar en todo lo que respalde la autoridad bíblica puede tenerlo pero que muy difícil para adoptar una actitud más crítica e interrogativa. Y a una persona puede resultarle casi imposible desaprender actitudes y reacciones emocionales: el que de niño ha aprendido, por ejemplo, a pensar en el sexo como algo pecaminoso puede que no consiga jamás volver a relajarse a la hora de hacer el amor.

 

Pero hay otra razón más apremiante para no ser demasiado o nada confiados. La investigación ha revelado que, si se les brinda la oportunidad, los individuos pueden continuar aprendiendo y pueden recuperarse de su pobre entorno infantil. Sin embargo, lo que sí debería preocuparnos son precisamente esos casos en los que tales oportunidades no ocurren (y donde, de hecho, son reprimidas).

 

Imaginen, tal y como estaba contando antes, que las familias mantienen a los niños aislados del acceso a cualquier idea alternativa. O, peor, que éstos están tan bien inmunizados contra las influencias externas, que ellos mismos se apartan y aíslan.

 

Piensen en aquellos casos, no tan raros, en los que el sistema creencial de uno ha tomado como uno de sus pilares centrales que no hay que dejarse malear por juntarse con otros. Cuando, a causa de su fe, todo lo que esas personas quieren oír es una sola voz, y todo lo que quieren leer es un mismo texto. Cuando tratan las nuevas ideas como si fueran infecciosas. Cuando, más tarde, a medida que se hacen más sofisticados, pasan a despreciar la razón como instrumento de Satán. Cuando consideran la humildad de la ciega obediencia como una virtud. Cuando identifican la ignorancia de los asuntos mundanales con la gracia espiritual... En tal caso, apenas si importa lo que sus mentes estén aún capacitadas para llegar a aprender, porque ellos mismos habrán conseguido anular para siempre esa capacidad.

 

La cuestión era si el adoctrinamiento infantil importa: y la respuesta, lamento decirlo, es que importa más de lo que Uds. podrían suponer. El jesuita sabía bien lo que decía. Aunque los seres humanos demuestran gran capacidad de recuperación, la verdad es que los efectos de un adoctrinamiento bien diseñado pueden acabar siendo irreversibles, porque uno de los efectos de tal adoctrinamiento será, precisamente, la eliminación de los medios y la motivación para revertirlo. Muchos de estos sistemas creenciales simplemente no podrían sobrevivir en un mercado libre y abierto de comparación y crítica, pero lo han dispuesto arteramente para no tener que hacerlo: reclutan a los creyentes para ser sus propios carceleros. Y así, el jovenzuelo brillante, lleno de esperanza, de alegría y de curiosidad, con el tiempo se convierte en el sumiso provecto enterrado en la Torá, y hasta la niñita más fresca y tierna se convierte en esa madre rematadamente New Age, enredada en la superstición.

 

 

 

Bueno, si esto es así, podemos preguntarnos: ¿qué pasaría si rompiésemos esta clase de círculo vicioso? ¿Qué pasaría si, por ejemplo, se impusiera desde fuera un “tiempo muerto”? ¿No prediríamos que, por cuanto que es un círculo vicioso, el proceso de conversión en creyente redomado podría ser sorprendentemente fácil de desbaratar? Creo que la más clara evidencia de cómo estos sistemas creenciales invariablemente mantienen bajo control a sus seguidores puede, de hecho, encontrarse en los ejemplos históricos de lo que ha ocurrido cuando se ha expuesto involuntariamente a miembros del grupo al aire fresco del mundo exterior.

 

Un test interesante lo brindó en los años 60 el caso de los Amish y el reclutamiento militar. Los Amish se han negado sistemáticamente a servir en las fuerzas armadas de los Estados Unidos por motivos de conciencia. Hasta los años 60 a los jóvenes Amish que debían hacer el servicio militar se les concedían normalmente “prórrogas agrícolas”, y podían seguir trabajando a salvo en sus granjas familiares. Pero con el reclutamiento continuo durante la guerra de Vietnam, un número creciente de estos hombres no pudieron optar a una prórroga agrícola y, en lugar de ello, se les obligó a trabajar dos años en hospitales públicos, donde se encontrarían, lo quisieran o no, con todo tipo de gente no Amish y usos no Amish. Entonces, cuando llegó el momento de regresar a casa, muchos de estos hombres no quiso ya hacerlo y optó por desertar. Habían probado los encantos de un modo de vida más abierto, aventurero y libre-pensante, y no iban a pensar que todo era una trampa y una delusión.

 

Los líderes Amish consideraron con razón que estas deserciones eran una amenaza tan seria para la supervivencia de su cultura que se apresuraron a negociar un acuerdo especial con el gobierno, en virtud del cual todos sus conscriptos serían enviados en adelante a granjas Amish, de modo que jamás volvieran a darse esta clase vulneraciones de su seguridad.

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